lunes, 9 de febrero de 2015

Sobre Víctor Barrio


Ayer mientras veía y escuchaba las buenas imágenes pero malos comentarios del plus, pensaba en la terna que toreaba: en el buen sabor de boca que me ha dejado el toreo de Paulita en más de una ocasión, en lo valiente que es Escribano y en Víctor Barrio. Lo recordaba sobre todo porque suele venir bastante a Alfaro, a tentar esas vacas viejas del Piteo que son una caja de sorpresas: lo mismo te arrancan la cabeza, que te muerden, que se ponen a embestir. También me vino su imagen en un tentadero en Bañuelos que compartió con Urdiales y  en casa de Purita Linares acompañando y asesorando a Dani Menes,  un novillero que poco a poco se va abriendo camino. Recordé igualmente el día que se vino con nosotros a la ganadería de Flor de Jara y cómo tímidamente le pedía a Carlos Aragón que se acordase de él cuando tuviese que tentar. Y es que Víctor Barrio es otro de esos muchos toreros a los que no les sobran oportunidades, ni siquiera les sobran tentaderos porque las ganaderías de garantías tienen las becerras "contadas".
La verdad es que recordé muchas cosas porque ese camino pedregoso, desértico y casi suicida, lo atraviesan muchos como él, lo han atravesado y lo atravesarán, aunque cada día que pasa es un gramo más difícil. Recuerdo ahora a alguien que nos toca de cerca, Tomás Campos, quien realiza esa travesía con el único bagaje de una muleta y una espada, aunque  también cuenta con algo que muchos no tienen como es el tesoro de la amistad y las enseñanzas de Diego, pero eso no da contratos. El camino es el mismo y la idea también: hay que estar preparado para cuando llegue la oportunidad, porque siempre llega, eso seguro. 
Ayer Víctor Barrio como representante de todos aquellos toreros que quieren serlo, fue quien cargó con la responsabilidad de demostrarlo. 
El trago debe ser duro: piensas en que te ve toda España, en cómo va a salir lo de Cebada porque es una incógnita, en dejarte la piel ahí, luchando si hay que luchar y toreando si hay que torear... y  de repente te das cuenta de que ya has matado tu primer toro pero que una oreja no te sirve de nada y sin saber por qué, observas cómo tus manoletinas te llevan a la puerta de chiqueros, te clavas de hinojos, el toro sale y ni siquiera te ve, reaccionas porque has de hacerlo o aquello se va al traste y le das unos faroles que rematas con una media. Escuchas vagamente como el público te jalea y entonces tomas conciencia de que de tu oportunidad ha llegado. Haces tu quite para llevar el toro al caballo, esperas con ansia que el animal tenga fuelle y que el tercio de banderillas sea rápido y liviano, coges tu muleta y comienzas a hacer cosas que no te dicta el corazón porque prefieres que primero se fijen en tí y una vez que ya lo han hecho, te pones a torear y le soplas al buen Cebada unas buenas tandas por la derecha y unos naturales de uno en uno pero dignos de esos olés venteños que tanto te gusta escuchar. De repente te das cuenta de que toreando también se engancha al público y te dejas el alma en cada muletazo. Te piden que no pares después de las bernadinas iniciadas con esos zapatillazos de los que ahora te arrepientes, e incluso ves como algún descerebrado pide el indulto. Tienes la suficiente sangre fría como para no caer en la trampa y te vas derecho a buscar la muerte. Se te cae un poco la espada, pero qué más da, ya te han visto, ya has subido al tren y por fin eres feliz porque sabes que  has aprovechado como nadie, esos escasos diez minutos que la vida te ha dejado de propina en la arena, junto a tu montera .

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